sábado, 29 de enero de 2011

Cabalgando hacia el Norte


Repicaban los cascos de plata sobre el pavimento cristalino. Los pétalos de las rosas de aire flotaban, como copos de nieve en el invierno del alma. Como un rayo de luz, como una gota de sangre, cabalgaba hacia la negrura de la noche.

La Reina Roja había tomado el campo blanco, y reía, reía en la oscuridad espejada de terciopelo y estrellas.

Cantaba su historia de amor, pero su sonrisa nos hablaba de sueños rotos. La Reina Roja florecía en el sueño del día, cuando nadie la podía ver. Era una rosa helada, ardiente en la nieve gélida, fundía su alma con el frío, preservando la sangre para que no se ennegreciera.

Latía, latía sin dejar de avanzar, enloquecida por lo que la corroía las entrañas. Su cabello flotaba en la brisa invernal en su travesía olvidada. Corría para no morir.

Ya había perdido la cabeza.

Frente a ella, las Luces del Norte irisaban el cielo. Las espinas se iban clavando en su corazón, derribando el castillo de naipes que era su cordura, y lentamente se deshacía en lágrimas heladas.

¿Quién era ella? ¿Por qué sentía aquél calor en su alma fría? Se había prometido ser de hielo. Pero no podía. Latía su pecho, latía su ser.

No, no, no. No podía ser cierto. No podía estar viva.



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