miércoles, 18 de mayo de 2011

Beltane no es para Cuervos

Llevaba meses en el armario y, por fin, iba a poder estrenarlo.

Beth había comprobado que todos los preparativos estuvieran listos, Ruhr y los suyos ya tocaban en el escenario, y la cerveza y la bebidas corrían entre el pueblo. La hoguera ardía en la plaza, el Palo de Mayo, con sus cintas de colores, estaba listo para que las parejas bailasen a su alrededor. Todo olía a fiesta. A amor.

Esperanzada, fue a su habitación, subiendo las escaleras de dos en dos, donde el vestido negro reposaba, aguardando que lo luciese. Era la noche esperada. ¿Vendría? ¡Cómo no! ¡Era Beltane! ¿Qué mejor día que aquél para reencontrarse con él? Tenía que contarle todo, tenía que decirle qué tal había ido en Irlanda. Tenía que decirle que también alguien le echaría de menos a él en todo momento. Tenía que darle otro beso y, quién sabe, tal vez confesarle todo lo que sentía.

Se colocó las cintas que ceñían el traje a su cuerpo, retocando las plumas azabache que decoraban el pronunciado escote, apretó los cierres del corsé que marcaban su esbelta cintura y su cadera apetecible, se puso las zapatillas negras con cuentas bordadas, trenzó su cabello en un complejo moño decorado con perlas negras, y se colocó delicadamente el finísimo antifaz de filigrana negra, en un metal tan ligero que más que ocultar su rostro, lo decoraba grácilmente.

Sacó el pequeño bote de carmín, ese bote que raras veces utilizaba, y perfiló sus labios dulces con el rojo vino que contenía con un pincel fino de pelo de marta. Estaba lista y radiante en su elegante oscuridad. Observó que las simpáticas alas de plumas negras que decoraban su vestido estuvieran correctas, y, nerviosa, bajó a la fiesta como una simpática y bella corneja nocturna.

Al ser una mascarada, le costó reconocer a alguien bajo sus antifaces. Se colocó junto a la barra, y esperó, bebiendo una cerveza. Siguió esperando, la medianoche se acercaba, y un pálpito seguía diciéndole que era posible, que todavía había una leve posibilidad. Reconoció a Erinea bajo su disfraz salvaje, y bailaron, hasta que... Claro, Ruhr. Hacía días que ambos desaparecían bajo las estrellas, y los dejó bailar juntos. Se alegró por su hermano adoptivo, y decidió continuar su danza en solitario. Tal vez alguien se interesara por aquél pequeño cuervo de cabello rojo, tal vez apareciera, por sorpresa, como siempre, tal vez aún no era tarde. Tal vez.

Pronto llegó el momento de quitarse los antifaces. ¡Claro! Quizá bajo los disfraces no se habían reconocido en la multitud danzante. Retiró la filigrana oscura de su rostro, y paseó su mirada verde por la plaza. Nada. No estaba allí.

Una voz maliciosa le advirtió en su fuero interno, y quiso acallarla con un grito de su corazón. Pero el murmullo de su mente crecía y crecía. Casi ausente, asistió a la entrega de un parabien largamente esperado, no para ella, sino para su buena amiga Alyena, y sustituyó a Ruhr en el escenario. Al fin y al cabo, era su cometido. Dejó que su música fuera el vector de salida de lo que sentía en su interior, mientras las parejas iban retirándose al lugar donde iban a celebrar sus Beltanes privados. Hasta que no quedó nadie en el lugar de la fiesta, excepto los rescoldos de la hoguera, el Palo de Mayo con sus cintas trenzadas, excepto la pareja de cintas rojas como la sangre, y la luna llena, que parecía reírse de ella desde el cielo nocturno.

Se levantó del taburete y se colgó el arpa al hombro, saludando con una sonrisa triste al resto de bardos que también se retiraban, y volvió al castillo, arrastrando los pies. Subió a su alcoba, dejó el instrumento en su rincón, se desmaquilló con aceite de almendras dulces, se quitó el vestido, el peinado, y se puso el simple camisón de lino crudo. Desveló su espejo, y se miró en él, con el cabello rojo ondeando a su alrededor, nimbando su rostro ovalado, surcado por las espirales azules de su clan e iluminado por sus ojos verdes. Suspiró, al fin y al cabo, ésa era ella. La simple Iracebeth. La bardo. El Cuervo Solitario.

Ocultó de nuevo su espejo con el paño oscuro, y se echó en la cama, apagando de un soplido la vela de sebo que iluminaba la estancia aquella noche de Mayo.

Y sólo entonces se permitió llorar.

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