lunes, 30 de mayo de 2011
Cuenta Atrás 9, Camino a Jaca. ¡Retomamos!
sábado, 28 de mayo de 2011
Duelo en Geonosis (Karix vs. Iona, Star Wars Fanfic)
Corrían tiempos difíciles en la Galaxia, y en la Orden Jedi. Iona, una joven Maestra Jedi, había sido enviada a Geonosis a luchar en la batalla que los separatistas habían iniciado en aquél planeta terroso y anaranjado al mando del Maestro Yoda. Llevaba bastante tiempo enfrentándose a los droides comandados por los separatistas cuando, en una chimenea de ventilación de una de las construcciones, vio un rostro familiar. El joven rostro de quien ella entrenaba, y que la había abandonado tiempo atrás, seducido por el poder del Reverso Tenebroso.
Se abrió paso a través de los droides enemigos, a golpe de sable láser y blaster, pero la mirada de su antiguo alumno conseguía abrirse paso en sus pensamientos, atrayéndola a aquél hueco apartado de la batalla principal. Tenían algo pendiente tiempo atrás, y aquél día debía solucionarse. No podían demorar más el reencuentro.
Entró en la construcción, que por fuera cualquiera presumiría que era un gran nido de termitas, y subió por los corredores oscuros, iluminados por la luz anaranjada del exterior y las débiles lámparas. Era simplemente un pasillo auxiliar de las grandes factorías de droides de su interior, y no parecía excesivamente transitado. Si él quería un duelo mano a mano y sin interrupciones, era el lugar perfecto.
Pronto se abrió ante ella la extensión de una sala de mando que dominaba la gran planicie donde se libraba la gran batalla. El gran cristal blindado se había hecho añicos en alguno de los catastróficos golpes de blasters, droides y naves, incluso se veían los restos de alguna pieza lanzada por Sith y Jedi en su uso de la Fuerza. Y ante ella, Karix.
Estaba cambiado, como cambiaban todos los seguidores del Lado Oscuro. Su piel había empalidecido de forma casi mórbida, y sus ojos, antaño oscuros y profundos, reflejaban un odio rojizo y sanguinolento, enfermizo, hacia la que fue su maestra. Iona alzó la mirada hacia quien fue su más querido padawan, y suspiró, mientras el joven se arrojaba a ella con el sable rojo, dispuesto a descuartizarla de un solo golpe. La Maestra liberó la hoja azul, que contrastaba con el rojo de sus propios cabellos trenzados, y tras un par de golpes que hicieron saltar chispas, hirió a Karix, sin ira, sin miedo. Sólo podía lamentarse por su pérdida. Tratando de ser piadosa con él, alzó la mano hacia el joven Sith y se concentró, rompiendo su fortaleza mental con el uso de la Fuerza, y lanzándole atrás.
-Karix… Has insultado a la Orden, abandonándola, y me has insultado a mí, que cuidé de ti como si de mi hermano te trataras. ¿Qué hice para merecer tu odio?
El joven no le respondió, sólo se limito a gritar mientras blandía su blaster de metal oscuro, sujeto a su muñeca izquierda en un brazal, arrojándole una ráfaga de disparos luminosos que la Jedi desvió con el poder de la Fuerza únicamente con el movimiento de una mano.
-¡¡…Te… Te mataré, Iona!!
La joven pelirroja se adelantó, con un molinete de su sable de luz, desgarrando sus negras vestiduras casi con elegancia, arrancando sangre roja de su pecho ya casi desnudo, mientras él trató de concentrarse en el Lado Oscuro intentando desmoralizar a su antigua maestra con el uso de la Fuerza, pero ésta era una mujer disciplinada, entrenada en la estoica Orden Jedi, y no se doblegó, ni ante su poder, ni ante la visión de su alumno demacrado y herido, que amenazaba con despertar su lástima. Simplemente, alzó su blaster, y disparó, sin pensar, sin reflexionar. Aquello ya le torturaría más adelante, cuando la batalla hubiera pasado y sólo quedase ella en su habitación para llorar su muerte. Observó casi impasible cómo impactaban los disparos en el joven cuerpo de Karix, y tragó saliva, viendo cómo daba algunos pasos atrás, hacia el borde del gran ventanal abierto blandiendo su propia arma a distancia, y disparándola en respuesta. E inmersa como estaba, casi ajena, sólo los impactos la devolvieron a la realidad. Aquél ya no era su alumno. Aquél ya no era Karix. Sólo era un Sith, su adversario, su enemigo. Y estaban en mitad de una guerra.
Dio unos torpes pasos, con una mano sujetándose un disparo en el hombro izquierdo, y alzó la mano, tratando de nuevo de romper el férreo escudo mental del hombre vestido de negro, inútilmente.
-Estoy perdiendo mucha sangre…- Le dijo, sonriendo de medio lado- …Has tenido suerte.
Karix resistió, y concentrándose en su arma caída, hizo retornar su sable láser a la mano como si de un imán se tratara, abandonándose a la Oscuridad de los Sith e imponiéndose a la fuerza luminosa de aquella Jedi en la que un día confió, y trató de atravesarla con la hoja roja sangrienta. Pero Iona no consideró que fuera un final justo para ninguno de los dos, y rodó por el suelo, esquivándole. Enarbolando su sable azul como una llamarada celestial, terminó por arrancarle el sable de su mano, que giró en el suelo. El Sith dio varios pasos atrás, con Iona siguiéndole, apuntándole con su vibrante sable en la mano, que se reflejaba en su verde mirada y su rostro tatuado, y la miró, con una promesa en sus ojos fríos y moribundos, furiosos.
-…Regresaré por ti…
…Y se dejó caer al vacío. Al asomarse, Iona sólo pudo observar como un Caza lo recogía en el aire, alejándolo del campo de batalla. Finalmente, su desenlace se posponía. Pero… ¿Por cuánto tiempo?
jueves, 19 de mayo de 2011
Beltane puede ser todos los días
El día había pasado sin pena ni gloria. Los trabajadores habían despejado la plaza, borrando todo rastro de la fiesta. Sólo, en su mano, quedaban las cintas rojas que no había trenzado en el Palo de Mayo. Las miró, con un suspiro triste, y las enganchó a su pelo, enredándolas en sus rizos.
Había tenido la suerte de poder desahogarse con Drey, que desde hacía algún tiempo se había convertido en un buen amigo y confidente, pero aún le pesaba en el pecho la ausencia. Pese a todo, había tomado una determinación. Decían en el sur que, si Mahoma no iba a la montaña, la montaña iría a él. Y eso iba a hacer. Volvería a viajar. Esta vez de día, no quería que se repitiera el sobresalto de los licántropos. Tal vez iría a la ceremonia de nombramiento de Ruhr como Ovate, en Tara, o quizá más allá de Donegal, al oeste, donde el sol moría en la penumbra. Pero iría.
-¡Nitara, cervecéame!- Su grito de guerra en aquel campo de batalla festivo, donde la gente peleaba por ver quién era el más borracho o el más escandaloso. Tomaron asiento, conversando alegremente, dado que Erinea había decidido tener una relación un tanto más estable con el futuro Ovate que era el objeto de sus desvelos, cuando, al pasear su mirada verde por la sala, se cruzó con alguien sintiendo cómo el corazón le daba poco menos que un vuelco. Era él. "Ése" alguien.
Clavó los dedos en la muñeca de la Túatha, sin quitar ojo de encima que aquella persona, y le susurró.
-Querida, me parece ideal, pero ideal de la muerte que estéis juntos Ruhr y tú... Pero comprende que con él ahí, todo me parece maravilloso...- Señaló con la barbilla al sujeto. ¡Dharr, por fin!
-¡Oh, ah!- La mujer de cabello marfilenco dejó ir una suave carcajada, y le dio a la bardo un golpe en el hombro con la mano, a suerte de empujón- ¡Pues ve a por él! ¿Qué demonios estás esperando?
Beth tosió, escupiendo algo de cerveza, y dio un par de pasos hacia adelante, apurada. Muy apurada. No era lo que había esperado. No había baile, ni hoguera, ni ¡por todos los dioses! No llevaba el vestido adecuado. Sólo sus ropas de trabajo, con aquella vieja camisa de lino, la sobrevesta verde raída, y el corsé negro de cuero ciñéndolo todo para que no escapara. Se medio giró hacia Erinea, que le deseó suerte con el dedo pulgar, y se recolocó el vestido y el corsé, arreglándose con un punto nervioso las cintas rojas del cabello, caminando cadenciosa, contoneándose levemente, mientras pensaba "¿desde cuándo puedo caminar yo así?". Se paró a pocos pasos de él, y con un leve hilo de voz, le susurró.
-...Hola de nuevo, Dharr. Me alegro de verte...-"¡Bien!" Pensó. "No te has desmayado, buena señal".
El joven dhampyr hizo ademán de levantarse, cuando tropezó en el canto de la mesa con la armadura, inclinado ante ella. Por lo visto, algo le impedía estar del todo de pie, algo que la bardo no podía ver... Y que Dharr, evidentemente no quería mostrar, pero por lo que parecía, algo más que el simple deseo de saludarla había surgido en él, y prefería disimular.
Una risilla antinatural se escuchaba en un plano diferente, una risilla cruel y amenazadora, metálica, mientras Iracebeth miraba a Erinea buscando un apoyo moral. La Túatha le hizo un gesto con la mano, mientras en sus labios se leía un "lárgate" bien claro. Beth volvió a sonreír a Dharr, visiblemente sonrojada.
Dharr se dejó caer en la silla, poniendo la mano desnuda sobre la mesa, mientras con la otra aferraba la cerveza, y se esforzó en sonreírle, con un punto avergonzado en la mirada.
-Claro, si quieres.... Pero... ¿No dejarás sola a tu amiga?
Beth negó con la cabeza, sin mirar a Erinea.- ¡Oh, no! Ella estará bien...- "Si vuelvo, me arranca las trenzas de cuajo, estoy segura".
De nuevo, aquella voz siseante y molesta llegó a sus oídos, por la vía de la mente. "Es noche de caza, ¿eh...?", con suerte de que el joven tapó a la entrometida espada con su capa, callando su charla. Con aquél gesto, la bardo se sintió aliviada pues, aunque había decidido ignorarla, seguía teniendo la capacidad de captar sus insidiosos mensajes.
-He vuelto hoy, y estaba tomando un descanso. No esperaba verte tan pronto.- La voz de Dharr volvió a reclamar la atención de la pelirroja, que boqueó sin saber muy bien qué decir. Ella sí le esperaba. Es más, le esperaba la noche anterior, pero... ¿Qué más daba? Estaba allí. Era más de lo que creía que tendría finalmente.
-...Yo... Volví hace unas semanas de Irlanda. Todo fue bien, tengo arpa nueva y tal... ¿Qué tal tu viaje?- "Bien, Beth", pensó para sí, "Vas rompiendo el hielo".
Dharr medio sonrió de forma familiar, cabeceando suavemente, apartando el cabello oscuro de ambos lados del rostro para buscar algo que llevaba colgado del cuello. En cuanto lo tuvo en su mano izquierda, tironeó de él para quitárselo, y lo dejó sobre la mesa, acercándolo a la joven irlandesa con la punta de los dedos.
-Bueno, sí, pero... Ya sabes cómo soy.- Retiró la mano, dejando ver el colgante. Un pequeño dragón de alguna aleación corriente, plateada, presumiblemente peltre, alzando las alas al vuelo. Sus detalles indicaban que era una obra poco vista por aquellos lares.
La mujer ladeó la cabeza, observando el objeto con curiosidad, sosteniéndolo en las yemas de los dedos, y se mordió el labio inferior, un gesto que solía repetir cuando estaba emocionada.
-Lo compré para ti en un mercado- Añadió él.- Lo he llevado hasta el día de poder dártelo en persona.
Ella clavó su mirada en la de él, con los ojos muy abiertos, y se ruborizó de repente, tragando saliva, cerrando la mano alrededor del colgante, atesorándolo.- ¡Oh, gracias! Es... Es... Eh... ¡Me encanta!- Dejó que una sonrisa aflorara a sus labios, como una media luna, y llevó sus manos al pecho latiente en un gesto agradecido. Dharr jadeó, ya que no sabía si le iba a gustar, y lo había comprado por el mero hecho que le parecía estar hecho para ella. Ya pasado el dolor previo, se levantó, y llevó su mano al cabello rojo sangre de la irlandesa.
-Te decía... Que no he podido traerte nada de Irlanda.- Sonrió tiernamente, mirándole a los ojos.
Él le sonrió con un punto de timidez, y la miró a los ojos, agachando la frente, y con un calor en su pecho, se dejó llevar por el instinto, acercándose a su rostro…
La irlandesa apretó la mandíbula, espetándole con frialdad. -… Mátame si quieres. No te tengo miedo en absoluto, y tampoco puedes saber cuánto le quiero.- “Nos ha jodido mayo con las flores”, pensó. “¿No ha sido suficiente? Si, ha sido suficiente”. No iba a dejarse manipular. Ya no.
-Hay cosas con las que uno nunca está en paz. Pero si tú consideras que… No soy un monstruo… Quizás podría ser verdad.- Estas palabras despertaron el rubor en las mejillas de Iracebeth, que acariciaba con el pulgar los dedos tímidos de Dharr, y llevó la mano de su caricia hasta la mejilla, sintiendo el calor de su palma en la piel de melocotón de su rostro con un suspiro anhelante.
-No lo eres, Dharr… No eres un monstruo, ya no eres mi pesadilla.- Tragó saliva, mientras algo se agolpaba en su garganta para salir como un grito, como un anuncio a los cuatro vientos que se tradujo en un murmullo leve- …Te quiero.
Aquello hacía que el corazón del joven pulsara frenéticamente, quién sabía si como aviso, o con la fuerza del deseo ya que, como guerrero, no conocía más que el latido previo a la carga, pero esto era diferente. Cerró los ojos, y se acercó a ella, en busca de sus labios… Aunque se le adelantó la bardo, aferrando su mano con fuerza, invadida por un sentimiento que no creía que volvería a sentir jamás, besándole con anhelo, como hacía mucho que quería besarle, abrazándose, dejándose llevar por el tirón que les atraía. Beth pensó, en aquel abrazo, que con ese simple beso, cualquier falta o ausencia previa estaba más que perdonada.
Al fin y al cabo, Beltane podía ser todos los días.
miércoles, 18 de mayo de 2011
Beltane no es para Cuervos
Beth había comprobado que todos los preparativos estuvieran listos, Ruhr y los suyos ya tocaban en el escenario, y la cerveza y la bebidas corrían entre el pueblo. La hoguera ardía en la plaza, el Palo de Mayo, con sus cintas de colores, estaba listo para que las parejas bailasen a su alrededor. Todo olía a fiesta. A amor.
Esperanzada, fue a su habitación, subiendo las escaleras de dos en dos, donde el vestido negro reposaba, aguardando que lo luciese. Era la noche esperada. ¿Vendría? ¡Cómo no! ¡Era Beltane! ¿Qué mejor día que aquél para reencontrarse con él? Tenía que contarle todo, tenía que decirle qué tal había ido en Irlanda. Tenía que decirle que también alguien le echaría de menos a él en todo momento. Tenía que darle otro beso y, quién sabe, tal vez confesarle todo lo que sentía.
Se colocó las cintas que ceñían el traje a su cuerpo, retocando las plumas azabache que decoraban el pronunciado escote, apretó los cierres del corsé que marcaban su esbelta cintura y su cadera apetecible, se puso las zapatillas negras con cuentas bordadas, trenzó su cabello en un complejo moño decorado con perlas negras, y se colocó delicadamente el finísimo antifaz de filigrana negra, en un metal tan ligero que más que ocultar su rostro, lo decoraba grácilmente.
Sacó el pequeño bote de carmín, ese bote que raras veces utilizaba, y perfiló sus labios dulces con el rojo vino que contenía con un pincel fino de pelo de marta. Estaba lista y radiante en su elegante oscuridad. Observó que las simpáticas alas de plumas negras que decoraban su vestido estuvieran correctas, y, nerviosa, bajó a la fiesta como una simpática y bella corneja nocturna.
Al ser una mascarada, le costó reconocer a alguien bajo sus antifaces. Se colocó junto a la barra, y esperó, bebiendo una cerveza. Siguió esperando, la medianoche se acercaba, y un pálpito seguía diciéndole que era posible, que todavía había una leve posibilidad. Reconoció a Erinea bajo su disfraz salvaje, y bailaron, hasta que... Claro, Ruhr. Hacía días que ambos desaparecían bajo las estrellas, y los dejó bailar juntos. Se alegró por su hermano adoptivo, y decidió continuar su danza en solitario. Tal vez alguien se interesara por aquél pequeño cuervo de cabello rojo, tal vez apareciera, por sorpresa, como siempre, tal vez aún no era tarde. Tal vez.
Pronto llegó el momento de quitarse los antifaces. ¡Claro! Quizá bajo los disfraces no se habían reconocido en la multitud danzante. Retiró la filigrana oscura de su rostro, y paseó su mirada verde por la plaza. Nada. No estaba allí.
Una voz maliciosa le advirtió en su fuero interno, y quiso acallarla con un grito de su corazón. Pero el murmullo de su mente crecía y crecía. Casi ausente, asistió a la entrega de un parabien largamente esperado, no para ella, sino para su buena amiga Alyena, y sustituyó a Ruhr en el escenario. Al fin y al cabo, era su cometido. Dejó que su música fuera el vector de salida de lo que sentía en su interior, mientras las parejas iban retirándose al lugar donde iban a celebrar sus Beltanes privados. Hasta que no quedó nadie en el lugar de la fiesta, excepto los rescoldos de la hoguera, el Palo de Mayo con sus cintas trenzadas, excepto la pareja de cintas rojas como la sangre, y la luna llena, que parecía reírse de ella desde el cielo nocturno.
Se levantó del taburete y se colgó el arpa al hombro, saludando con una sonrisa triste al resto de bardos que también se retiraban, y volvió al castillo, arrastrando los pies. Subió a su alcoba, dejó el instrumento en su rincón, se desmaquilló con aceite de almendras dulces, se quitó el vestido, el peinado, y se puso el simple camisón de lino crudo. Desveló su espejo, y se miró en él, con el cabello rojo ondeando a su alrededor, nimbando su rostro ovalado, surcado por las espirales azules de su clan e iluminado por sus ojos verdes. Suspiró, al fin y al cabo, ésa era ella. La simple Iracebeth. La bardo. El Cuervo Solitario.
Ocultó de nuevo su espejo con el paño oscuro, y se echó en la cama, apagando de un soplido la vela de sebo que iluminaba la estancia aquella noche de Mayo.
Y sólo entonces se permitió llorar.