Iracebeth caminaba por la Ciudadela, en dirección al armero.
Le había picado el gusanillo el excepcional entrenamiento de la noche anterior,
pero se le había quedado grabado en la memoria el hecho de que aquél largo arco
de recia manufactura que usaban los milicianos de Ethelia era poco práctico
para ella. Así que tenía un encargo. Un encargo especial. Un regalo para sí
misma.
Entró en el taller y carraspeó, viendo al viejo veterano de
guerra afilando la hoja de una lanza. El fuerte fabricante se giró, al escuchar
el carraspeo de la pelirroja.
-¡Dama Iracebeth! – Dijo el anciano armero- ¿Qué hacéis
aquí? Este no es lugar para una Dama Bardo, sino para aguerridos luchadores...
Beth frunció levemente el ceño, seria, y le dejó un
pergamino sobre la mesa, una vitela en la que había dibujado un arco de madera
negra, con dos cuervos cercanos a la empuñadura, mirándose el uno al otro. -No
soy una guerrera, pero sé lo que es la lucha. Y es hora de poder defenderme. Quiero
un arco que pueda tensar por mí misma.
El veterano la miró con extrañeza, con el único ojo sano que
tenía. Una cicatriz le surcaba el rostro, tajándole sobre un ojo vacío tapado
con un parche, y se levantó, dejando a un lado la punta de lanza. -...Un arco.
Un arma a distancia, para una dama que quedará a la retaguardia, declamando
canciones de guerra para el resto de soldados.- Le cogió la mano derecha a la
bardo, y observó su brazo blanco y suave, el brazo de una músico. -Un arma para
que la bardo se defienda. Lo veo lógico.
La pelirroja lo miraba, con el ceño fruncido y murmuró -
...Paso mucho tiempo esperando. No siempre hay alguien para salvar mi trasero.
El armero clavó su ojo gris acerado en ella, sonriendo. -Pocas
mujeres así se han visto en Ethelia últimamente. Sé que vos estuvísteis en la
batalla que liberó esta tierra de las garras de los unseelie. Quién sabe, tal
vez aún queden cosas por ver para este viejo tuerto. Os haré el arco, Dama
Bardo. ¿Deseáis que grabe algo en sus palas?
Iracebeth se rascó la barbilla, mordiéndose el labio
inferior con un susurro.-Sí, armero. Suíl
Gra Fíor. El verdadero amor espera.
El tuerto inclinó la cabeza, cogiendo la vitela, y se acercó
a un montón de maderos gruesos, eligiendo uno de oscura madera de tejo. -Pronto
lo tendréis, mi Señora.- La bardo asintió, dejando una bolsa de monedas sobre
el banco de trabajo
-Y un carcaj. Os dejo a vos la decisión de cómo será.- Añadió
al encargo, y salió de la armería, dejando al anciano veterano con el trabajo.
Pensó en aquello que deseaba que estuviera grabado en el
arco. Suíl Gra Fíor. Ese iba a ser su
lema.
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